transposones

Evolución enchilada: la domesticación del picante

  chiles

"La comida, para que sea buena, debe hacer un poquito de daño", diría el detective Edgar el zurdo Mendieta, personaje principal de las narconovelas del escritor mexicano Élmer Mendoza. El chile cumple bien con este requisito; además, ya es tan parte de nuestra cultura, lengua y discurso que la mitad de los albures –al menos, en México– incluyen a este fruto. 

Desde épocas precolombinas, formaba parte de rituales religiosos, bélicos y educativos. Finalmente, ¿quién no iba a aprender la lección a la primera si le forzaban a respirar el humo de chiles quemados cada vez que se portaba mal? Ahora, además de encontrarlo en nuestros platillos, el chile también es objeto de estudio de la ciencia.

En un esfuerzo conjunto de investigadores liderados por Luis Herrera Estrella –del Centro de Investigación y Estudios Avanzados, ubicado en la ciudad mexicana de Irapuato– se ha logrado secuenciar el genoma del chile verde (Capsicum annuum) y de su progenitor silvestre (Capsicum annuum var. glabriusculum). La historia dentro del ADN de estos organismos nos habla de su domesticación, de cómo obtuvieron y diversificaron su picor y de qué estrategias futuras podríamos usar para mejorar sus cultivos.

La picosa relación que tenemos con el chile se ha ido sazonando desde hace miles de años. En el valle de Tehuacán, en el estado de Puebla, se han encontrado vasijas que contienen restos de maíz, calabaza y chile –todos ellos, cultivos propios de la milpa–. También se han encontrado gránulos de almidón característicos del chile. Estos restos tienen una antigüedad de unos seis mil años, por lo cual se ha propuesto que México es la cuna de la domesticación del chile verde.

El chiltepín fue el primer chile, el progenitor, del cual derivaron todos los demás. De esta manera, el chile caribe, comapeño, cascabel, cuaresmeño, de árbol, jalapeño (y con él, el chipotle, que es simplemente una versión seca del anterior), piquín, poblano, serrano, tzincuauhyo y el resto de la enorme diversidad que conocemos hoy forma una sola especie con un sólo origen. El chile habanero (Capsicum chinense), el manzano (Capsicum pubescens) y el ají amarillo (Capsicum baccatum) son los únicos que podríamos moler en otro molcajete, pues son especies hermanas de todos los anteriores.

Lo que facilitó tal variación en el chile fue su plasticidad genómica: el genoma del chile, es decir, la totalidad de su ADN, está compuesto principalmente por secuencias móviles que pueden cambiar de asiento en el genoma cuantas veces quieran y, con ello, modificar la apariencia, ciclo de vida y sabor del fruto. Estos elementos móviles, llamados transposones, conforman el 81% del genoma del chile, un porcentaje bastante alto si se compara con el 61% del jitomate o la papa. Los transposones son fragmentos de ADN que pueden contener uno, ninguno o varios genes y que, al moverse de un lado a otro, son capaces de crear copias de estos genes o eliminarlos por completo del genoma. Una manera rápida, sencilla y eficaz de realizar cambios con grandes repercusiones.

Al leer el genoma del chile y entender su secuencia, los investigadores mexicanos encontraron que durante el proceso de domesticación se seleccionaron genes que promueven una germinación más rápida y una mejor resistencia ante el estrés ambiental, así como ante los ataques de organismos patógenos. Estos cambios fueron apareciendo, justamente, gracias al movimiento de los transposones.

¿Y cuándo es que el chile verde comenzó a darle sabor a nuestros caldos? El picor del chile no es un sabor; es una pungencia, una irritación que hemos sabido aprovechar para acompañar el sazón de enchiladas, chilaquiles o pozole. Esta pungencia es causada por una sustancia llamada capsaicina, presente sólo en los chiles y particularmente molesta para cualquier mamífero, no sólo los humanos. Es probable que la capsaicina funcione como un repelente de mamíferos, pero el color de estos frutos logra atraer a diferentes aves, quienes, o son muy machas, o son inmunes al efecto de esta sustancia; al volar, las aves dispersan las semillas del chile más lejos de lo que cualquier otro mamífero lo podría hacer. [Para saber más sobre la relación entre el chile y las aves, puedes leer esta Historia Cienciacional].

Para sintetizar la capsaicina, el chile utiliza 51 familias de genes, de las cuales 13 tienen una o más duplicaciones genéticas ocasionadas por el movimiento de los transpones saltarines. [Hablamos un poco sobre la genética del chile en esta otra Historia Cienciacional]. De acuerdo a cómo se hayan organizado los genes después de sus saltos por el genoma, cambiará el picor del chile. En el caso de los chiles que no pican, lo que sucede es que el movimiento de uno de estos transposones ya eliminó un gen necesario para la manufactura de la capsacina y, de esa manera, provocó que perdieran su picor.

Pero los humanos somos necios. Tanto así que le agarramos el gusto al chile para poder degustar comida que, aunque nos haga un poquito de daño, no deja de ser sabrosa.

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[Esta es la primer colaboración de Agustín Ávila Casanueva con Historias Cienciacionales. Egresado de la carrera de Ciencias Genómicas, Agustín piensa que la divulgación de la ciencia puede llenar espacios culturales, de comunicación, científicos y lúdicos. Agustín pasea a sus perros por las mañanas, lee novelas negras y le hace al basquetbol. Ha colaborado también con La Ruta del Bichólogo y con Cienciorama]

 

Bibliografía:

Artículo del genoma completo del chile en PNAS  | Artículo sobre la domesticación del chile en Science  | Artículo sobre la biosíntesis de la capsaicina | Artículo sobre transposones | Nota en el blog de Historias Cienciacionales