De los volcanes al laboratorio de biología molecular

Escribo mientras pienso en la ciudad de Puebla. Pienso en la ciudad de Puebla y no entiendo por qué es que a pesar de tener al Popocatépetl, la Iztaccíhuatl, el Citlaltépetl y la Malinche por paisaje, su nombre fluctúa entre de los Ángeles y de Zaragoza y no es, en su lugar, de los Volcanes. Creo que ya somos varias las generaciones que esperamos ese cambio de nombre.

La madrugada de un 31 de diciembre comencé a subir la Malinche con T y F, las dos personas que logré convencer unas escasas horas antes. He caminado esa montaña muchas veces, pero si traigo a cuento ese último día del 2009 es, primero, porque nos regaló un espectáculo que es un placer evocar: el amanecer púrpura pálido en el oriente, acompañado de una luna naranja de invierno ocultándose en el poniente. Y segundo, porque entre cuatro días antes y cuatro días después de esa mañana, fue que se definió el que el tema de mi tesis de doctorado esté relacionado con estas montañas.

Mis acompañantes de caminata, incautos, escuchaban entre la curiosidad y el hartazgo todas mis explicaciones, entre otras, el porqué el que nuestros pasos estuvieran por dejar el bosque de pinos para adentrarse en el pastizal de alta montaña tenía que ver con un principio muy básico: que la temperatura disminuye con la altitud y que diferentes especies están adaptadas a diferentes temperaturas. Escucharon también, con esa paciencia infinita que a veces se nos tiene a los biólogos, cuando les dije que durante los períodos glaciales del Pleistoceno, como el que tuvo su máximo glacial hace 21 mil años, las condiciones eran en promedio más frías, y que, por consiguiente, las especies que veíamos crecer hoy (un cálido interglacial) en la cima misma de la Malinche podrían antes haber crecido a una menor elevación. Así, estando ahí arriba donde estábamos, viendo al Izta y al Popo emerger entre la neblina como islas en el cielo, había que imaginar un valle de Puebla, un valle de Atlixco y una cuenca de México distintos, mucho más fríos y habitados por especies diferentes que o bien se extinguieron o migraron a la parte alta de las montañas. Y que es por eso que especies como el junípero (Juniperus montícola, un abusto, pariente de los pinos y los cipreses, o en otras palabras: una especie de conífera) que veíamos en ciertas formaciones rocosas a unos 4,000 metros de altura sobre el nivel del mar, tiene una distribución fragmentada, con poblaciones restringidas a la parte alta de montañas aisladas entre sí.

No sé si les dije algo más. Recuerdo a F bajar corriendo los arenales y a T comentar alguna memoria de tiempo atrás, pero no el resto de la conversación. Lo que sí recuerdo, como ya había dicho, es que por esas fechas fue que se definió que mi doctorado sería en un proyecto de filogeografía comparada. Me había comenzado a escribir con mi actual asesor hace unas semanas y  para mi dicha había la posibilidad de hacer un proyecto con especies mexicanas y sobre un tema que no sé como no le quita el sueño a todos: el efecto de la topografía en la distribución de la diversidad genética de las especies.

No se me había ocurrido aún —a pesar de ser tan obvio— que Juniperus montícola y otras plantas de alta montaña que investigo representarían mejores sistemas de estudio que especies de menores elevaciones con las que había considerado trabajar en un principio. Pero de algo sí estaba segura: quería saber más de la historia de los bosques mexicanos, de ese vínculo entre el endemismo, la historia del clima en la Tierra y el aislamiento geográfico ocasionado por la forma del relieve. Estudiar estos procesos a un nivel infraespecífico (es decir entre las poblaciones de una especie) como un acercamiento microevolutivo para entender más la enorme diversidad biológica de nuestras montañas. Quería manejar por enésima y no última vez la México-Puebla y poder recordar con detalle la edad y los procesos geológicos con los cuales se crearon el Tlaloc, la Izta y el Popo. Quería saber si la biota de altura que crece en el Nevado de Colima, allá lejos del resto de las grandes elevaciones del centro de México, había permanecido aislada desde hace varios períodos glaciales-interglaciales o si las poblaciones habían podido extenderse lo suficiente como para que ocurriera flujo génico. De hecho, no me quedaba claro si siquiera entre la Malinche y el Popo había habido una conexión, si el pastizal alpino había podido bajar tanto, tal vez las poblaciones habían estado aisladas desde un par de millones de años, en vez de veinte mil. O por el contrario quizá a la fecha había flujo génico (semillas o polen voladores) aunque la distancia nos parezca tanta. En fin, quería subir la Malinche y poderle decir a T, a F y cualquiera que quisiera escuchar, que ya sabíamos más de la evolución de la flora de estas montañas, que entendíamos el papel de la topografía de la Faja Volcánica Transmexicana en la distribución de sus endemismos, que esto nos había ayudado a planear la conservación considerando no sólo las especies que existen, sino los procesos evolutivos detrás de su formación.

Estoy empezando el tercer año de dedicarme mal que bien a llenar esos quereres. Siento que apenas araño la superficie de la roca. Todavía no sé la mitad de lo que debería. El conocimiento a veces se siente tan abarcable como puede serlo el infinito. Cuando empiezo a leer sobre un tema para responder una pregunta en concreto caigo en un fractal, hermoso, sí, pero que se traga no sé cómo el tiempo y me aleja de los otros tantos detalles que también esperan atención. Si eso es leyendo, pueden imaginar lo que es montar un experimento con herramientas y métodos cuyos pormenores hay que entender.

No busco quejarme, la verdad es que he aprendido mucho: desde la historia geológica de nuestras montañas hasta hacer modelos de distribución de nicho pasando por técnicas de biología molecular. Hoy traigo el entusiasmo alto porque estoy empezando el laboratorio de un método relativamente nuevo. Los modelos que quiero poner a prueba requieren de más variación genética de la que puedo obtener secuenciando pedacito por pedacito de ADN de cloropasto. Ahora vamos a utilizar un tipo de secuenciación de nueva generación que utiliza unos marcadores moleculares llamados “ADN Asociado a un sitio de Restricción” (RAD, por sus siglas en inglés). En realidad la idea se basa en los mismos principios biológicos sobre cómo se duplica el ADN dentro de las células y utiliza técnicas similares que la secuenciación Sanger que son el pan de cada día en los laboratorios de biología molecular. A grandísimos rasgos, el método RAD consiste en primero digerir el genoma con una (o dos) enzimas de restricción, es decir unas proteínas que cortan el ADN, de modo que lo que era un genoma completo queda reducido a millones de fragmentos pequeños. Luego se amplifica (se copia millones de veces) cada fragmento y se secuencia un subconjunto de ellos. La ventaja es que no hay que secuenciar cada fragmento de forma individual, sino que se pueden hacer muchísimos y provenientes de varios individuos al mismo tiempo. Hay dos trucos: primero, a cada fragmento se le pegó un adaptador y un barcode (algo así como un código de barras) que lo identifica. Y segundo: todas las muestras se corren en paralelo, en un sistema llamado Illumina. Por lo pronto con explicar ese detalle basta. La gran ventaja de este método, si logro hacerlo funcionar con mis muestras (oh, por favor), es que nos permitirá tener miles (en vez de unos pares) de secuencias a lo largo de todo el genoma (en vez de sólo del cloroplasto) de mis especies.

Estoy de visita en otra universidad para realizar el laboratorio de este método. Me pidieron que diera una presentación sobre mi proyecto, para que el resto de la gente del departamento sepa con qué trabajo y podamos discutirlo. Hace unos días expuse frente a un público que hizo preguntas difíciles (lo cual, claro, es muy útil) y al que le gustó el sistema de Sky Islands (islas en el cielo) que son los volcanes mexicanos. Y fue ahí, en medio de mi presentación, mientras señalaba una línea en el mapa entre la Malinche y la Iztaccíhuatl, que empecé a pensar en la ciudad de Puebla y en la cadena de motivos y eventos que me habían llevado ahí.

A veces siento lejanos los volcanes mexicanos, no sólo porque nos separa el mentado Atlántico, sino porque los meses de laboratorio pueden ser arduos. Yo, contrario a lo que parece últimamente, no soy una genómica o una bióloga molecular. Me gustan estas disciplinas, sí, las encuentro muy interesantes, pero para mí son una herramienta. Las preguntas que quiero responder, que me quitaban los ojos del volante en esa curva de la carretera donde la Iztaccihuatl se ve majestuosa, son otras. Están relacionadas con entender la distribución espacial y temporal de la biodiversidad. Este tema a la fecha es el foco de mucha investigación en evolución y ecología, y contiene aspectos que insisto querer encajar dentro del complejo marco de la conservación en México. Así, la ciencia de unos es la herramienta para la ciencia de otros. —Es interesante ver lo que la gente hace con esto, no tenía idea —escuché que decía un bioinformático en una miniconferencia donde otras personas presentaron cómo han aplicado los RADs a cuestiones evolutivas. —Sí que lo es —pienso ahora en voz alta, con la emoción de pronto tener mis propios datos y poder empezar, quizás, a responder mis preguntas.

Amaneció, me voy al lab.

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Acerca del autor

Alicia Mastretta Yanes es Bióloga egresada de la UNAM y actualmente cursa su doctorado en la University of East Anglia, Inglaterra. Su proyecto de doctorado explora la relación entre las características físicas del paisaje y la distribución de la diversidad genética en plantas de alta montaña de México.